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11/08/2020
*Por María Victoria Lasquera
¡Qué difícil es decidir qué estudiar al finalizar la secundaria!, ¿no?. Mi educación media la hice en un colegio técnico, por lo tanto elegir la carrera fue bastante simple, estaba entre ingeniería mecánica e ingeniería electrónica, aunque por mi afinidad con el torno elegí la primera.
Estaba todo diagramado, planeado y calculado, ingresé en el año 2006 a la Facultad de Ciencias Exactas, Ingeniería y Agrimensura, y proyectaba en el año 2010 estar recibida. Pero la vida se presentó de otra manera, situaciones que no estaban en mi control, una pérdida familiar que parecía vital y el tener que asumir responsabilidades de un día para el otro, me pusieron frente a un panorama incierto y dejaron a mi plan, último en mis prioridades. Ser optimista y curiosa son adjetivos que siempre me caracterizaron, por lo que solo eran tropezones y fue como empezar a caminar.
Como estudiante dictaba clases particulares de matemáticas para pagar mis gastos y, cuando no fue suficiente, comencé las entrevistas laborales. Sentía que no estaba lista pero tampoco tenía otra opción. Las entrevistas individuales eran en las que mejor me iba, ¡que dificil era destacarme en las grupales!. Todavía recuerdo una entrevista para el casino, mi as bajo la manga era el idioma japonés, pero la chica a la que le tocó presentarse delante mío, sí justo antes que yo, dijo muy orgullosa: “Estudio chino”, y todo el auditorio se asombró. En mi poca experiencia no supe como destacarlo y con voz resignada dije: “Hablo japonés”, y ya no era tan asombroso.
Mi búsqueda continuó y tuve la posibilidad de trabajar como estudiante de ingeniería mecánica en diferentes puestos que eran pensados para ingenieros. Entonces, ¿quería yo ser ingeniera?, ¿me gustaba lo que estaba haciendo?, ¿lo había elegido o había heredado esa decisión? Y así empecé otra búsqueda, no laboral, sino vocacional.
Es real que en mi casa siempre me dijeron que estudiara lo que quisiera. Sin embargo, de alguna manera había un mandato oculto. Empecé a estudiar el profesorado de nivel primario, pero no completé el propedéutico (el cursillo), hice el curso completo de TCP (Tripulante de Cabina de Pasajeros, dicho coloquialmente azafata), a la par que seguía con ingeniería. Pero quería estudiar algo que aportara a mejorar la calidad de vida de las personas, ¿qué tan difícil es dejar una carrera incluso sabiendo que no es para vos?.
Me tomó años, pero dejé la Facultad, renuncié a mi trabajo, regalé casi toda mi ropa y le di mi biblioteca a mi papá (aún hoy, cada vez que lo visito intento recuperarla trayéndome, con excusas, alguno de los libros). Sentía que era necesario alejarme de todo lo que conocía, hasta me fui a vivir al sur de Argentina. Pero seguía sin saber qué estudiar, ¿cómo podía ser que con más edad, más experiencia de vida, elegir una profesión se ponía cada vez más complicado?
Volví a Rosario e investigué sobre traductorados, profesorados y psicología. Pero no me anoté en ninguno. Hizo falta cumplir un sueño, viajar a Japón, para comprender que podía ser y hacer lo que me propusiera. Qué responsabilidad hacerme cargo de mis deseos, ¿estaba lista para eso?. Al regresar de ese paseo tomé decisiones, la vida seguía haciendo de las suyas para que yo cambiara mi modo de ver el mundo. Me topé con lo comunitario, poner mi granito de arena para ayudar, primero y sin experiencia alguna en adicciones, luego en cualquier situación de vulnerabilidad. Se despertaba en mí el servicio. Para poder dedicar más horas al voluntariado me animé a ser trabajadora independiente, haciendo lo que más me gustaba y además me salía (o eso me decían): dar clases. Tuve varios alumnos que tenían “algo” que les costaba aprender y yo empezaba a no tener herramientas para ayudarlos. Navegué y surfeé la web, donde conocí a Piaget, a Vitgosky, a Skliar y Freire. Sin darme cuenta, la vocación me había encontrado a mí.
“¿Y si estudias psicopedagogía?”, me dijo una amiga, que además había sido mi maestra de dibujo en la primaria. Escéptica y segura de que no era por ahí, le pregunté: “¿Y yo qué tengo que ver con eso?”. Me aterraba empezar con 29 años una carrera universitaria de cinco, además de estar convencida que iba a llevarme más tiempo, tuve que ir contra mis propias limitaciones, me sentía grande y un poco cansada. Pero, ¿qué perdía con intentarlo una vez más?. Todavía hoy cuando cuento que dejé ingeniería y que ahora estudio psicopedagogía me responden con tono irónico: “Ah! Igualito”. Fue un desafío realmente, en el que desaprender fue esencial. Cambiar el modo de estudiar, de hablar, de escribir.
Transitar esta carrera me cambió, me apropié de cada teoría, y hasta la hice un estilo de vida. Se esfumó el límite entre lo que aprendí en las aulas, en los trabajos en equipo, en los viajes a congresos, en los debates, en las lecturas y las no lecturas, en los chats de whatsapp y en la vida misma. Desaparecieron varios prejuicios, y puedo ver con claridad a los otros. Es una nota escrita en primera persona, pero podría haber usado “nosotras y nosotros”, porque nada, pero absolutamente nada lo hice sola.
Disfruto del proceso, transito con alegría y nostalgía esta última etapa de la carrera, gracias a la ayuda de mis amigas y amigos, a mi familia, al trabajo colaborativo con mis compañeras y compañeros, y a todas y todos los que conocí en UAI. Como escribió el poeta Ugo Foscolo: “El hombre no se da cuenta de cuánto puede hacer, más que cuando realiza intentos, medita y desea”
*Alumna de la Licenciatura en Psicopedagogía